Mis padres se han puesto ONO. ¿Y a mí qué mi importa?, pensarás tú.
Pues, aunque sea de rebote, te importa.
Como yo en mi tele sólo tengo los canales de andar por casa y la oferta es más bien malilla, pues me he pasado un buen rato estas vacaciones delante de la televisión.
Buscando, buscando, entré en el videoclub gratuíto, en la sección de Documentales. Uno me llamó la atención, el título, impactante: Desiertos, destructores de civilizaciones (parte 1); así, que lo puse a ver qué era lo que me contaban.
Mientras una voz en off explica qué es un desierto, aparecen imágenes del desierto del Sáhara, de unas vides secas, de tierra resquebrajada… en fin, lo normal de cualquier desierto. A continuación, veo una imagen que me llama la atención.
Pienso «eso me suena». Un señor juega al golf con una montaña al fondo, la silueta inconfundible, el Cabeçó.
¿Qué? sí, señor, el Cabeçó.
La siguiente imagen, Benidorm.
¿Cómo?
No puede ser. ¿Qué civilización antigua de la costa de Alicante fue destruída por el desierto? Ninguna, ¿no?
«Pues claro que no, hombre» parece responderme la voz en off. Lo que te voy a contar es cómo un desierto puede aparecer por causas humanas. Y te voy a poner dos ejemplos: Islandia y el Sureste de la Península Ibérica.
No os voy a contar todo el documental, pero sí os voy a dar una cifra.
El gasto medio de agua por habitante y día en el conjunto de España en el año 2006 fue de 160 litros, en Alemania o Inglaterra -mucho más lluviosas que España- la media es de 150 litros; el gasto medio de agua por habitante y día en Benidorm es de 850 litros. Más de cinco veces la media nacional.
Las cifras, los ejemplos, las experiencias… es una locura, hace tres semanas que pienso en ello y me pregunto en qué narices estamos pensando ciudadanos y políticos.